Cruzaba yo el otro día por un paso de peatones cuando, un señor mayor que hacía lo propio, pero en sentido contrario, sentenció: “Tú vienes para aquí y yo voy para allá”. La frasecilla, si bien en primera instancia, bajo el vendaval de la prisa, no me pareció más que un chascarrillo propio de la edad del señor y cargado de obviedad, dejó sin embargo un eco en la conciencia que se instaló ahí, pequeñito, refugiado en la trinchera de la reflexión.
No sé, probablemente, el señor lanzó al aire la frase sin más pretensiones que la de un gesto de cordialidad o, simplemente, para romper con la pereza de la rutina. O puede que, por el contrario, quisiera ir más allá y trascender hasta el plano reflexivo. Yo preferí optar por esta segunda opción e imaginar que había querido transmitirme algún mensaje velado, oculto en una obviedad que pareció rozar el absurdo.
Él, al que le calculé unos ochenta y tantos años, habría hecho ya su parte del camino y ahora se dirigía, más sereno y seguro, a un rumbo más certero, mientras yo aún no había hecho más que comenzar a andar por unos senderos y subterfugios que él consideraría demasiado familiares.
Pensé, por poner sólo un ejemplo, en la ya archifamosa crisis económica que nos acecha actualmente. Que le preguntaran a él cómo habría superado las etapas difíciles de las posguerra u otros episodios de la España franquista, cómo habría mantenido a no sé cuántos chiquillos, cómo habría comprado su casa, cómo habría conseguido, cual ágil prestidigitador, hacer mil malabarismos con su escueto salario para sacar adelante a un par de generaciones. Seguramente, se reiría de mí o de nosotros cuándo nos escuchara lamentarnos y auto compadecernos una y otra vez por lo mal que está la situación socioeconómica actual y las complicaciones que tenemos para pagar la hipoteca, los recibos del agua, la luz, etcétera, a fin de mes.
Cuánta razón tiene, me dije: “El va para allá y yo aún voy por aquí”. Terminé de cruzar la calle y me fui a continuar con mi trabajo, con mi propia rutina, lo cual, no dejaba de ser toda una suerte.
No sé, probablemente, el señor lanzó al aire la frase sin más pretensiones que la de un gesto de cordialidad o, simplemente, para romper con la pereza de la rutina. O puede que, por el contrario, quisiera ir más allá y trascender hasta el plano reflexivo. Yo preferí optar por esta segunda opción e imaginar que había querido transmitirme algún mensaje velado, oculto en una obviedad que pareció rozar el absurdo.
Él, al que le calculé unos ochenta y tantos años, habría hecho ya su parte del camino y ahora se dirigía, más sereno y seguro, a un rumbo más certero, mientras yo aún no había hecho más que comenzar a andar por unos senderos y subterfugios que él consideraría demasiado familiares.
Pensé, por poner sólo un ejemplo, en la ya archifamosa crisis económica que nos acecha actualmente. Que le preguntaran a él cómo habría superado las etapas difíciles de las posguerra u otros episodios de la España franquista, cómo habría mantenido a no sé cuántos chiquillos, cómo habría comprado su casa, cómo habría conseguido, cual ágil prestidigitador, hacer mil malabarismos con su escueto salario para sacar adelante a un par de generaciones. Seguramente, se reiría de mí o de nosotros cuándo nos escuchara lamentarnos y auto compadecernos una y otra vez por lo mal que está la situación socioeconómica actual y las complicaciones que tenemos para pagar la hipoteca, los recibos del agua, la luz, etcétera, a fin de mes.
Cuánta razón tiene, me dije: “El va para allá y yo aún voy por aquí”. Terminé de cruzar la calle y me fui a continuar con mi trabajo, con mi propia rutina, lo cual, no dejaba de ser toda una suerte.