domingo, 1 de marzo de 2009

Samuel

Samuel sólo tiene veintiún meses y toda una vida por delante. Una vida incipiente que clamaba a gritos ayuda el pasado viernes, cuando el sol naciente despuntaba sobre las cristalinas aguas de la costa de Abades, al sur de la isla de Tenerife. Se hallaba solo y desamparado, quién sabe cuántas horas recorriendo a tientas las calles polvorientas arrastrando su cuerpecito menudo en busca del abrigo familiar. Su llanto quebradizo de niño perdido se anudó como un rumor en la brisa matutina al estómago de un vecino, incapaz de comprender qué ser humano que se precie de pertenecer a la misma especie que el resto de los mortales sería capaz de abandonar a su suerte a uno de sus semejantes. Las pesquisas policiales dieron casi de inmediato con sus progenitores, que dormían plácidamente consumidos por la ingesta masiva de alcohol que enturbia los sentidos, ajenos a las preocupaciones mundanas, a la crisis y el dolor terrenal. En su primera alocución tras despertar del sueño de Morfeo, la madre, que destilaba aromas inconfundibles a malta por todos los poros de su piel, aseguró sin género de duda que Samuel se había escapado de la caravana que hacía las veces de casa en la que vivían junto al nuevo compañero de ella. Yo también hubiese huido sin dudarlo. Pero la aventura de Samuel tiene mayor mérito. La suya, auspiciada por el sentido común de un niño de veintiún meses, se aferraba sin duda al instinto de supervivencia; a la necesidad innata de hallar una vida mejor. Samuel juega hoy con otros niños perdidos en un centro de acogida, hasta que un juez que jamás lo ha mirado directamente a los ojos decida si castiga a su madre y su actual compañero sentimental, ambos mayores de 35 años, en estos momentos imputados por abandono, o les da una nueva oportunidad. Si de mi dependiera le daría a Samuel la oportunidad de una vida mejor, la que exigió el día que arrastró su cuerpecito menudo fuera de la siniestra caravana y se aventuró al mundo sin más juicio que el de veintiún meses de vida marcados por la desidia y el abandono. Esa sería su suerte.

2 comentarios:

josman dijo...

a veces se ve a un grupo de jovenes consumiendo un porro en una esquina y muchos se escandalizan: que horror, se drogan¡¡, mientras son pocos los que se paran a pensar que una parte significativa de los consumidores de alcohol son enfermos alcoholicos y que esta droga dura esta presente en muchisimos casos de violencia domestica, accidentes de trafico, etc

un saludo

Anónimo dijo...

La justicia no siempre actúa como debiera. La mano extensión estatal que debería proteger sobre todas las cosas al menor, en muchas ocasiones carece de toda lógica.
Una madre alcohólica que vive en una caravana acompañada de un amante también ebrio. Un menor indefenso buscando la acogida de cualquiera que tenga a bien tomarlo entre sus brazos y darle cobijo.
Siempre que presencio, escucho o leo este tipo de sucesos pienso en los cientos de matrimonios incapaces de gestar que se mantienen a la espera del tan ansiado retoño durante años, en lista de espera interminables.
Un atentado al raciocinio. Un completo crimen contra la esencia misma del sentido común. Una vez más, el menos común de los sentidos.